sábado, 27 de diciembre de 2014

Consejos y andanzas de un filántropo quiromante. 2ª mano.

Un hombre sin oficio ni beneficio,
que se quería comer el mundo
pero que en verdad era un bala perdida, 
me preguntó el domingo 
en el mercadillo de la Plaza del Museo,
por una tarea que aún no tuviera oficio,
que él, según dijo, la profesaría sin sacrificio.

Qué astrólogo investiga el ronroneo
de la colonia de siameses de la Luna.
Qué orfebre encaja todas las piezas
de hojarasca en el puzzle del otoño.
Qué pescadería regala titánico perejil 
por la compra de huérfanos icebergs.
Qué jabonero vende al peso pompas
de jabón con PH neutro en una guerra.
Qué afilador afila las pestañas
para que teman brotar las lágrimas.
Qué barrendero acarrea todas las erres  
de las aceras para el popurrí del grillo.

Qué ganadero alimenta sus hectáreas
carnívoras con fosas comunes.
Qué astillero limpia los cascos sanguinolentos
de los bueyes arrastreros de las mareas.
Qué acomodador recoge los bostezos
para más tarde comulgar a los insomnes.
Qué carpintero vende el serrín de un Luis XV
como polvo de talco en estado rococó.
Qué micólogo vende las branquias de amanita
que nos sumergen en el mar de la locura.
Qué historiador analiza el apoyo explícito dado
por la luna a los EEUU durante la guerra fría.

Qué floristería vende el dos por tiesto de manos
donde florecen más uñas que caricias.
Qué golfista cuelga en el pentagrama
la corchea de su triunfo más sonado.
Qué esteticista nos ofrece la opción de ser negro
al transplantar los órganos a nuestra sombra.
Qué editorial regala estacas, ristras de ajos y ofrece
una recompensa por la cabeza de ese tal Anónimo.
Qué psiquiatra corre de noche por el entarimado
para que al crujir nos aterren las dilataciones.
Qué galeno diagnostica anualmente a Juno
primavera con un principio de verano.

Me pidió por escrito estos supuestos nichos de mercado,
y claro, yo, como quiromante, le desleí la mano.

(Cliente atendido en el mercadillo de la Plaza del Museo de Sevilla,
a media mañana, el pasado domingo 21 de diciembre)


Martín de la Torre

sábado, 20 de diciembre de 2014

Consejos y andanzas de un filántropo quiromante. 1ª mano.


Semanalmente, además de los escritos que pueda subir al blog,
irán apareciendo los consejos que desde mi quiromántico escritorio
voy dando a lo largo y ancho de mis extravagantes andanzas.

Un hombre sin oficio ni beneficio,
que se quería comer el mundo
pero que en verdad era pan perdido,
me preguntó el martes en Coria, pobretico,
por una tarea que aún no tuviera oficio,
que él, según dijo, la profesaría sin sacrificio.

Qué constructora incluye como superficie
los m2 reflejados en los espejos y azulejos.
Qué zapatería costea la investigación genética
para incorporarnos ciertos rasgos del ciempiés.
Qué cementerio dispone de nichos infinitamente
largos para el sueño eterno de sus clientes.
Qué lingüista ordena por fin alfabéticamente
los números: billón, catorce, cero…
Qué estomatólogo hurga en la cicatriz
cada vez que se falla un terremoto.
Qué cocinero lamina columnas jónicas
para el clásico revuelto de champiñones.

Qué novio promete a la novia
amor eterno con una sortija de pan.
Qué frutería vende las nueces
que los dentistas elaboran en los conventos.
Qué asilo ampara a los ancianos canosos
de ser albinos cuando se llenan los silos.
Qué repostero usa balines de sésamo
para las piezas de canela y almendra.
Qué soplador de vidrio vende el único
autorretrato cristalizado de un atardecer.
Qué leñador tala las niñas pelirrojas
que en octubre juegan a ser hayedo.

Qué fontanero vende PVC de elefante
a los monarcas que padecen la gota.
Qué psicólogo libera a los rayos solares
de su obsesión a ultranza por las violetas.
Qué cartero recoge las botellas vacías
de los mensajes que leyeron los delfines.
Qué peluquería vende el eneldo
para la salsa del salmón noruego.
Qué esquilador vende la nata a las hilanderas,
los balidos al lechero y la leche a los corderos.
Qué camarero lee los posos del café
de Richter para prevenir un terremoto.

Me pidió por escrito estos supuestos nichos de mercado,
y claro, yo, como quiromante, le desleí la mano.

(Cliente atendido en el mercadillo de Coria del río, Sevilla,
a media mañana, el pasado martes 16 de diciembre)


Martín de la Torre



domingo, 14 de diciembre de 2014

Céfiros y espejismos


Los céfiros son los ácaros del viento.
Los espejismos son los ácaros de la imaginación.

El céfiro es ácaro hueco que mudó la piel.
Pariente del ácaro del polvo,
los céfiros son lo que las gotas para la lluvia
o las estrellas para el firmamento,
animales corporativos de otro mayor:
el viento.
Los céfiros son glóbulos de respiración vieja,
alimentación omnívora
y oficio ruinoso.
Su pasatiempo es vestigio de olvido.

El céfiro, por su naturaleza huera, se satura de ruina.
Dentro de cada céfiro pueden viajar,
aleatoriamente,
pólenes de metralla,
microscópicos climas continentales,
pequeñas oscuridades algo fóbicas a la luz,
sistemas económicos y sus instrumentos financieros,
insectos incendiados nulos de pleno derecho,
escamas vivas de la piel de un cadáver o de todos a la vez.

El céfiro, como ser omnívoro,
roe las columnas que sostienen el horizonte.
Por marzo roe las columnas del invierno.
Por septiembre las columnas del verano.
Su estela es de postguerra.
Puso huevos en Belchite, Nuremberg y Nueva Orleans.
Hace escala para cobrarse los estertores
hacinados entre la depresión y el suicidio.
Ensucia las palabras de una conversación
y hace sudar horribles axilas al viento.
Necesita siempre, al contrario que los ácaros del polvo,
más frío y más sufrimiento y más calor y más sufrimiento.

El céfiro es fruto de una peonza secreta que no deja de girar
y que sin duda mueve el universo.
Esa peonza puede estar a un metro
o a un metro de la extinción,
en el cajón de los cubiertos de la casa de tus padres
o en el cajón de los cubiertos de la casa de tus padres de Plutón.
Puede ser visible o camuflarse en otro cuerpo.
Esa peonza mueve el viento, los ácaros, la destrucción,
exilia la nada del hemisferio este al hemisferio cerebral,
vacía el caracol y deja espiral y poniente sin concha.
avienta la crisálida y deja intención de larva.
Porque el céfiro es ruinoso alimento de la gravedad.

Entonces, los hombres buenos,
hablan a los pájaros de lo innecesario de sortear
la esquinas que ya no incrustan el aire,
hablan a las semillas, traumatizadas por el cemento,
de lo necesario de volver a brotar,
le suenan los mocos a los ríos
para que la respiración del agua resucite a los peces.
Y se hablan entre ellos,
se sientan los hombres buenos
en los paisajes devastados por el céfiro,
en los cimientos de ferralla transparente y frágil espejismo
e imaginan cada píxel,
cada grano de cristalina arena
que ha de levantar la ciudad perfecta.

Porque el espejismo es ácaro bueno.
Pariente del ácaro del viento,
los espejismos son
lo que los céfiros para el viento,
lo que las gotas para la lluvia
o las estrellas para el firmamento,
animales corporativos de otro mayor:
la imaginación.
Los espejismos son de respiración súbita,
alimentación lumínica y oficio soñador.

La imaginación comienza por el tejado
como una catarata,
como la trama de una falda que urde la rodilla,
como una gota de agua que tose ladrillos horneados al aire,
como una necrópolis que es rascacielos sin sótano.
Pero, y si conformado el espejismo capital,
una golondrina, con sus reales alas y su pico corto,
anida bajo el alero de uno de los pisos del espejismo,
y si un helicóptero aterriza en el helipuerto
del hotel de cinco estrellas
y sus hélices son la peonza 
y otra vez el mismo firmamento
y la misma lluvia y los mismos ácaros
siendo céfiros para la imaginación.
Y los espejismos siendo la utopía de siempre.
No. 
La ruina no volverá a besar el carmín de nuestra bandera. 


Martín de la Torre

Belchite tras la plaga de céfiros.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

La joven de Nunhead



Nunca veremos la campana,
ni el impulso que la hace sonar.
Nunca tendremos el corazón en la mano.
Aunque nuestra sangre acaricie sus latidos,
solo tendremos la cuerda que lo hace latir
y el trágico olvido a la hora de tocarla.

Cuando estamos despiertos,
un reloj de cuerda se basta,
por memoria o por inercia,
para tañer las horas en punto
y evitar que el tiempo caiga en silencio,
propagándonos incalculables desiertos.
Cuando estamos dormidos,
supliremos al reloj en su labor de campanero.
Nosotros tomaremos la rienda.
Tañeremos el latido que da las horas.
La cuerda tiene forma de pestaña
caída al sueño a través de la pupila.
Pestaña que llevaremos prendida a la mano
durante el hermético sendero onírico.

¡Dong!¿Oyes la campana? Es el corazón.
Tardará una hora en volver a latir.
Si un corazón late setenta y dos veces en un minuto,
en el mundo de los sueños,
ese minuto equivale a tres días, a setenta y dos horas.
Y dos horas equivalen a un año.
Y durante una noche
habremos viajado cuatro años
dentro de la cámara secreta de los sueños,
del acristalado zepelín que surca el éter,
traspapelando las estrazas del tiempo y del espacio.

Recuerda no olvidar ningún latido. Recuerda además,
repiquetear la campana en el fotograma exacto,
donde los ojos se reincorporan al alba,
donde la vigilia agrieta los espejismos
y el sol los abrasa hasta el olvido.
Si al despertar el recuento de latidos
no coincide con el repique de campanas,
no volverás a despertar.
Yo supe de esta regla, hasta ahora no escrita,
mucho después de haberla infringido.

En dos mil uno pasé una semana en Londres.
El primer día, sentado en el cementerio de Nunhead,
decidí jugar a enamorarme.
Caminar cien pasos y girarme noventa grados,
por ejemplo, a la izquierda.
Eso hice. Caminé, paré y me giré noventa grados.
Allí estaba. Una tumba. Su tumba.
Muerta en 1872. Claudine Dunne.
Me senté a sus pies, en la piedra helada,
sumido bajo la verde humedad
que allí todo lo impregna.
Enterrado en la niebla.
A un abrazo de su cuerpo,
a un beso de su voz,
a una lágrima de sus ojos.
La imagine inclinándose a tomar unas moras de la morera.
La imaginé sonriendo al devolverme la mirada.
Imaginé el roce de una piel blanca y suave
como la primera nube de algodón
que copió la lluvia para modelar
el vapor de los altos yacimientos del agua.
Palpándome como si mi mano fuese una rama vieja
y su caricia fuese la hojarasca lunar,
la dactilar niebla posada en mi madera.

 
                                                       Cementerio de Nunhead, Londres.

Volví al hotel.
Esa misma noche salté el quicio de los ojos.
En su busca deslindé los márgenes oníricos.
Necesitaba una sola cosa, soñar el lugar equidistante,
el sueño como paréntesis, como estrato intermedio,
donde no existen ni mi vida ni su muerte.
Yo bajaría por la cuerda y ella la subiría,
nos encontraríamos en el sueño.
Concebí para ella, dentro de esa quimera,
un diáfano palacio, un diáfano diamante
donde percibir y acumular la plenitud de sus reflejos
como brillantes frutos bendecidos por el tiempo.
Solo debía encontrarla, hallar su dirección en el infinito
callejero sin topografiar que es el sueño.

La segunda noche.
Después de cuatro años
(ocho horas y cuarenta mil latidos en el mundo real)
como un fantasma, invisible a sus ojos,
vagué junto a ella por el camino imaginario
y paralelo al camino de su vida.
De súbito lo entendí. Ella nunca me vería.
En los sueños solo soñamos el pasado.
Yo podría verla cada noche pero ella a mi jamás.
No perdí la esperanza.
Abrí las ventanas del diáfano diamante
y por cada bisel tallado fueron entrando sus reflejos.
Su vida empapelaba el interior de mi palacio.
Constantemente presente, pero inadvertido,
fui testigo de su tierna y comedida vitalidad,
de cuando dejó su pueblo, Sudbury,
para trabajar en una fábrica
del barrio londinense de Kensington.
Sin acertar a saber en qué año o en qué lugar,
mi zepelín sobrevolaba su biografía
acumulando películas, álbumes fotográficos.
Material recordatorio, útil, pero insuficiente
para cuatro de los cinco sentidos.
Escaso para el más importante: el sentido de mi vida.

La tercera noche no la vi.
Una oscura bruma me impedía ver
más allá de la iconografía cotidiana:
el trabajo, la casa, el amigo que perdí en la infancia,
una anécdota televisiva o el suceso traumático del día.
Más que disfrutar de ocho horas de sueño
sentí haber perdido cuatro años de vida.

La cuarta noche casi no la veo.
Sobrevolé los lugares habituales.
Al final, unos segundos antes de despertar, la vi.
Ausente, pálida, desvanecida, consumida
por la tuberculosis, postrada en una cama
del hospital de San Bartolomé, en Smithfield.
La besé y de sus labios una flor de pascual,
dos pétalos de sangre como dos uvas fulgurantes
hechas vino al instante en la comisura de mis labios.
La besé otra vez y justo antes de alcanzar
los ojos de la vigilia agarrado a la cuerda, mi pestaña,
me pareció, desde las postrimerías ya del sueño,
que Claudine por primera vez me sentía.



                               Hospital de San Bartolomé. Smithfield. Londres.

La quinta noche.
Estaba muy enfermo. Había pasado muy mal día.
Una terrible jaqueca me impedía pensar.
No podía levantarme de la cama del hotel
ni siquiera para ir al baño.
Deseé el momento, la hora de dormir a su lado.
Llegó la noche y caí a un sueño irreconocible.
Gotitas de rocío cristalizadas cubrían mi cuerpo ensangrentado.
Mortalmente bautizado por los añicos del sol,
mi piel era corteza de un tronco seco
bajo un atardecer resquebrajado,
mi cadáver era el lecho de un bosque asesinado en otoño.
Después de tantos intentos,
de tanto golpear el interior de la cámara de los sueños,
de rasgar con uñas y dientes la divisoria membrana del zepelín,
de tallar inútilmente puertas y ventanas,
claraboyas por donde unirme a su cuerpo,
de querer pulverizar este recinto sepia amurallado.
Después de tantos intentos,
bastaba morir para implosionar el corazón,
bastaba dormir dentro de él para poder habitarlo,
bastaba liberar al corazón de su condena a latir.

La sexta noche nos amamos.
Luego dormimos y nos amamos.
Despertamos, vivimos y nos amamos.
Vendimiamos el exceso,
embriagados por salvajes pasiones,
perdimos el desequilibrio y hallamos la serenidad.
Recorrimos el mundo de los sueños,
viajamos de Inglaterra a Australia,
de Chile a la Unión Soviética,
de Prusia al Zaire, de Bizancio a Chichén Itzá.
Dormimos en las arenas del Ártico, en las nieves
del Sahara y sobre el ala de un Boeing 747.
No sentíamos el frío, ni el miedo, ni el dolor,
solo sentíamos el amor desbordado en las venas
y la emoción por descubrir la extensa geografía
del mundo de los muertos y del sueño eterno.

La séptima noche.
Acompañé a Claudine hasta su tumba,
necesitaba dormir arropada en su cadáver,
descansar durante al menos una eternidad. 
Cuando su espíritu atravesó el sepulcro
me tumbé agotado sobre la lápida
y asumí que jamás la volvería a acariciar.
Era mi última noche en Londres.
Estaba exhausto y tenía un frío espantoso,
también yo necesitaba dormir arropado,
encontrar mi cuerpo
para salir de este sueño convertido en pesadilla,
pero ¿por dónde empezar a buscar?,
¿cómo atravesar los estratos que llevan a mi cadáver?

Debe existir un ascensor en algún cementerio,
o una grieta en la profundidad de algún nicho,
o una fábrica dentro de algún sueño,
donde fabriquen la llave maestra
que abra las pupilas caídas al pozo,
y me hagan ver a qué cuenca rodaron mis ojos.
Debe existir una costura,
que una el omnipresente estrato de la muerte  
con el infinito estrato del sueño,
y otra, que una ambas a la vida.
Y en esa cicatriz, una gota de sangre, como un globo rojo,
ascendiendo, de limbo en limbo, hasta la salida.
Quizá deba soñar que trepo la pestaña
y broto como raíz, por ejemplo, de ciprés
para reencarnarme en mi cadáver.
O soñar ser alma que el viento reincorpora
como el escudo perdido que vuelve a su bandera.
Pero como los muertos no sueñan
sino es a través de quien los rememora,
debes saber, tú que me lees,
que esta noche tus sueños me darán sepultura.


Martín de la Torre

viernes, 21 de noviembre de 2014

Los Amadeos y los Pastaspelás




              Momento de la detención de Emilio Izquierdo.

Hoy se cumplen ocho mil ochocientos veinte días de la masacre de Puerto Hurraco. Como cualquier día es bueno para recordar a las nueve víctimas mortales de aquella aciaga tarde de agosto de mil novecientos noventa en que, dos de los “Pastaspelás”, apelativo de los Izquierdo, dijeron “salir a cazar tórtolas” y acabaron cazando Cabanillas, quiero traer a la memoria otro acontecimiento. Un suceso con el que, años más tarde, cuando se cumplía el décimo aniversario de la tragedia, se intentó atenuar el dolor, maquillar la deteriorada imagen del pueblo coloreando la fotografía en blanco y negro de uno de los episodios más lúgubres de nuestra España negra, para que, el nombre de esta bonita aldea pacense no pasara a la posteridad únicamente como sinónimo de tragedia. Este hecho, inadvertido para la mayoría, merece ser contado.

El puente de los candados.
El puente de los enamorados.
Visite el pueblo del amor.
Visite Puerto Hurraco.

Publicitaba una valla de la carretera de Zalamea de la Serena a la altura, precisamente, de otro puente menos glamuroso que también cruza el arroyo del Chorrillo.
El puente de los candados fue un proyecto ideado como reclamo turístico por el concejal de turismo de Benquerencia, municipio al que pertenece la pedanía de Puerto Hurraco. Concebido tan pronto como se supo de la inminente unión en matrimonio de un Izquierdo y una joven de la familia Cabanillas, conocidos como los “Amadeos”. Esa boda, pensaron, sería el punto de inflexión definitivo para restituir el buen nombre de la localidad. Ese feliz evento dio inicio a la extravagante costumbre de colocar candados en el puente sobre el arroyo del Chorrillo, el denominado "puente de los enamorados".

Valla publicitaria en 2002, meses antes de su retirada.

Al poco tiempo de que los tortolitos de ambas familias tirasen la primera llave, la carnicería, la charcutería, la pescadería, la panadería y, prácticamente, todos los comercios de la aldea y de Benquerencia, excepto los bares y restaurantes,
habían cambiado de actividad y pasado a otra relacionada con el mundo del candado.
Las ferreterías solo vendían candados con dos llaves (estaba feo entregar tres copias).
Los herreros destrababan los travesaños del puente antes del catorce de febrero, día de san Valentín. Pero era tal la afluencia de jóvenes parejas que terminaron liberando el puente a finales de cada mes. El servicio de limpieza llevaba el metal a la fundición, donde el maestro panadero, un Izquierdo, convertiría los candados en un gigantesco candado, con las piezas y el detalle de uno normal, pero digno del libro Guinness de los récords. Este monumento, en homenaje al amor, daría la bienvenida en la glorieta de entrada y sellaría para siempre el funesto pasado de Puerto Hurraco.


Nadie pensó en el destino de las llaves, en la paciencia del lecho del arroyo. Nadie previó la solución para el sinuoso maremágnum de llaves que, como un ancla henchida, asomaba casi los brazos buscando a ciegas la cerradura en la superficie del riachuelo.Una calurosa noche de verano las aguas sucumbieron y dejaron al descubierto miles de llaves. 
Pedro, hijo del panadero-fundidor, pasaba aquella noche por el puente cuando se percató del repentino estiaje del arroyo. Avisó al hermano y entre los dos recogieron todas las llaves, hundiendo las manos y extrayendo incluso las enterradas bajo varios palmos de fango. Cargaron el sucio y pesadísimo juego de llaves en el remolque del padre y las llevaron a la fundición. Pedro convenció al hermano para trabajar juntos en la extraordinaria broma que se le había ocurrido. Sería la broma del año. Deseaba mofarse de las parejitas que iban a acudir al estreno de la escultura. La gracia consistiría en fabricar una gran llave, usando el metal fundido de todas las llaves, que abriera el mega-candado. Tomaron medidas de la boca de la cerradura, hicieron un molde a partir de una llave gigante, que el hermano modeló en arcilla, y esperaron a la víspera de la inauguración para probarla en el candado.


De madrugada, los hermanos Izquierdo, Pedro y Martín, llevaron a cabo la proeza, se colaron bajo el plástico que cubría el mazacote metálico y haciendo palanca en la peana levantaron la llave hasta introducirla en la cerradura del candado. Una vez dentro, bingo, giró tan suavemente que no se lo podían creer, pero, lo que definitivamente les dejó atónitos, fue que el grillete se desplazó y se abrió el candado. Un hediondo bostezo surgió de la profundidad del pozo metálico acompañado de un estremecedor graznido. De repente, cientos, qué digo, miles de tórtolas volaron desde el interior del candado surcando la noche sin luna. 
Los hermanos echaron mano de las escopetas de postas que siempre llevan en el remolque, pero cuando se disponían a disparar observaron que de las aves se desprendía una fina estela, un polvo ceniciento que dolía en los ojos, en la piel y en los oídos. La escultura era una chimenea y las aves, las pavesas de los miles de Cupidos muertos y encerrados en los míseros candados. Aquellos pájaros de cristal se desintegraban con el inevitable aleteo. Apenas un centenar de tórtolas alcanzaron el puente antes de convertirse en humo, antes de cubrirlo todo con una densa harina gris que el último aleteo dispersó discretamente hacia el cauce seco del arroyo. No quedó rastro alguno del inconcebible y repugnante lienzo que, aquella madrugada, el terror había esbozado a carboncillo con las cenizas del amor.
Los hermanos, aterrorizados, corrieron campo a través hasta la casa familiar.


El sábado, 16 de febrero de 2002, los primeros vecinos en llegar a la glorieta se quedaron estupefactos al contemplar la horrible estructura: ¡Qué horror, Dios mío! ¡Ay Virgen María Purísima! ¡Qué cosa más fea de estatua! Los allí presentes tuvieron que cubrirse la cara. El fétido olor que desprendía el malogrado candado era irrespirable. Todos reprendieron, ferozmente y con razón, al panadero-fundidor. Nuestro padre se encontraba en estado de shock. La dantesca imagen no podía ser más contraria a la imagen amorosa y cordial que pretendía ofrecer con su monumento a los visitantes.
Por cierto, preguntó el alcalde, consternado, al concejal de turismo: ¿Dónde se han metido todos los turistas que iban a venir, con sus reservas de hotel y las mesas reservadas en los restaurantes?
Un candado mucho mayor que éste metálico -contestaba el concejal pensando en voz alta-, orbita la aldea desde la masacre. Un candado inalcanzable, como un anillo de Saturno. Una aureola negra, como la de un cupido muerto, sobrevuela nuestro cielo. O quizá sea el particular y doloroso garrote vil que nos sujeta el nudo del sambenito al cuello. ¿No lo ve, señor alcalde?, no ha venido nadie porque el candado del amor está abierto, el amor ha huido y no tienen nada que celebrar. 
Aunque, puede que el amor muriera al ser encerrado en el candado, que es una jaula -seguía con su exposición el concejal de turismo-. Los pájaros, para ser pájaros, deben volar, sino se convierten en avestruces o en pingüinos. Imagínese el amor, el animal más salvaje conocido, encerrado en el objeto privativo de libertad que es el candado. No sé, no sé, señor alcalde, si esto del puente de los candados fue una buena idea.

Tuvimos que marcharnos del pueblo. Mi padre compró una panadería en Castuera y allí nos mudamos. 
Mi hermano Pedro, finalizados los estudios de derecho, comenzó a trabajar en el mejor bufete de abogados de Badajoz, especializándose en separaciones matrimoniales. Yo abrí un obrador en el local anexo a la panadería. Confitería donde se sirven los mejores dulces de la provincia. En cierto modo, nunca dejé de fabricar llaves, ahora elaboro las más famosas "llavecitas de Castuera" con la mejor materia prima: harina integral de trigo, vino Pedro Ximénez, aceite de oliva virgen extra, miel ecológica de la sierra de Montánchez, limón, matalahúva y el principal ingrediente, mucho amor. Demasiado amor. El necesario para soltar el nudo de la garganta, el garrote que nos atenaza a los bautizados en Puerto Hurraco.


                    Cuatro juegos de "llavecitas de Castuera".


Martín de la Torre


viernes, 14 de noviembre de 2014

Nombre y apellidos


Mi nombre es el prefijo de un estado.
Mis apellidos las sombras que lo habitan.
Recorro los apellidos del primer vagón,
sus caras me resultan familiares.
Los apellidos del resto de vagones
son tripulación antigua,
siluetas viajando tiempo adentro,
repicando genéricos tambores
con las traviesas de cualquier vía muerta,
clamando nombres que por compasión recuerdo.
Como si yo fuera la semilla de mi árbol genealógico,
o mi mano, que siembra mi esqueje en el páramo,
pudiera accionar un aleatorio cambio de agujas.
En determinadas estaciones se bajan las larvas de vaho 
que viajaron sin billete congeladas en las ventanas.
El frío se hace entonces soportable.

Una sola boya como el faro visible de un iceberg.
Otra boya como la cruz ganada a la muerte en los cementerios.
Otra más como la diadema de crisantemos
coronando la ola proclamada tumba.
O la de un nombre sobre un montón de huesos 
apellidados Hueso,
no son suficientes.
No son suficientes todas las boyas para balizar la ajada red
donde se nos fueron olvidando los apellidos.
A pesar de las flores y de las fotografías
guardadas en los cajones más lúgubres,
los trenes siguen cayendo al mar.
Los vagones remotos, de balbuceante tripulación,  
de familiares propios y comunes,
horadan la línea del horizonte que cruza nuestra quiromancia
a la velocidad de túneles acantilados,
transitando los cilindros de papel maché
que modelaron los inagotables calendarios.

En medio del constante ciclo evaporación-precipitación
hay una estación. Un bosque de paraguas que florece
a oscuras en otoño y caduca a oscuras en primavera.
En esa estación negra colisionan los trenes 
que se evaporan con los que se precipitan,
provocando indelebles salpicaduras,
gotitas que viajaban sin billete y deben bajar del tren.
Esa onda expansiva nos barniza y nos bautiza
con la toxina secular de los apellidos.
Nos hace depositarios de su arcaico testimonio.
Penetra, sudor adentro, y nos hace reconocer
el sabor de la tierra mucho antes de morir.
Y nos hace saber nadar contra el agua y odiar contra el amor.
Y comer contra el hambre y morir contra la muerte.
Esta herencia nos extravía los apellidos y el nombre propio,
nos convierte en gota sin billete que ha de bajar del tren.
En nombre tan común que nos volvemos a llamar Túnel.
Túnel, desde el principio hasta el final del túnel,
entre el prefijo y el sufijo de un estado 
que entiende el parricidio como muerte natural.


Martín de la Torre


domingo, 9 de noviembre de 2014

El dado de las siete caras


El círculo cromático de la tristeza
es un dado gris de siete lados
que no se rompe al caer
porque sus aristas son de cristal líquido.
Como sigilosas cuerdas de funambulista,
las aristas del dado de la tristeza
deben alcanzar los ocho vértices,
las ocho esquinas de su silenciosa geometría
y anudarse a ellas en completa soledad.
Las aristas deben alcanzar su destino
sin despertar a la diosa Fortuna,
que en el interior del dado,
sueña felices combinaciones.
Porque de quedar un ángulo suelto,
¡ay de perderse una arista!
La felicidad inundaría el mundo.
Cosa que nunca ha sucedido.

Los dados de la tristeza,
como todos los dados cúbicos,
son poliedros de seis caras y ocho vértices.
Las caras están numeradas del uno al seis,
de manera que las caras opuestas
siempre suman siete, siendo esa suma
la causante del enigmático séptimo lado
que parte de cada vértice hacia la tristeza.
Este lado era infinito cuando, antiguamente, 
la Tierra era plana y las aristas jamás se volvían a encontrar.
Hoy nos confunden los meridianos y los paralelos,
pero a pesar de la redondez de la Tierra,
las aristas siguen sin encontrarse,
y este lado insaciable continúa sumando horizontes.

Pero un día un óvulo rectangular rodará
y se convertirá en círculo cromático.
El inmenso arco iris nacido de esta unión
abarcará la órbita completa del dado,
desde el pequeño dado que juega con nosotros
al vasto erial de su séptica cara.
Hasta entonces,
la tristeza seguirá siendo
el diámetro gris del círculo cromático,
el plomo que rellena el séptimo lado,
como esos dados falsos que tanto pesan
y suelen prensar el frágil envoltorio del alma.


Martín de la Torre


viernes, 7 de noviembre de 2014

Los globos negros


Te quiero como te puede querer un muerto
   como el niño que se sabe
   el hombre más anciano de la aldea
   porque será el siguiente en morir
   Y porque los ciegos lo agasajan
   con ristras de globos negros

La salvación es el relámpago
   El parpadeo entre un globo negro
       y otro globo negro                           
                                            y  otro  globo  negro
La claqueta previa a la mirada
que insufla el paisaje aerostático
sobre el que volamos a bordo del humo

la salvación es asesinar al paisajista
o en su lugar consumir el helio
que nos hace volar en sueños
           s u e ñ o s    
                                    s u  e   ñ  o  sss hiii  i iii

Duermo
La realidad no existe
un regusto ovalado me recuerda
que un operario frota el interior de los ojos
con un sucio trapo ultravioleta

Más anciano que un muerto
  puedo seguir queriéndote
  agarrado al acento de la atmósfera

 O puedo explotar el globo
    y ser llanura ilimitadamente blanca
    o ser llanura ilimitadamente negra
Desierto de harina ósea donde perdernos en nosotros
   Como el lago retrocedido a sus neveros
   o el carbón rebobinado a la pétrea virginidad

Porque es imposible olvidar el humo
        Un asfixiante dolor a soga
        ondea daguerrotipos en un esqueje

                             Finalizado el parpadeo
                             la guillotina alzó las pestañas 
                             al tiempo que volvía a insuflar los globos 



Martín de la Torre