viernes, 14 de noviembre de 2014

Nombre y apellidos


Mi nombre es el prefijo de un estado.
Mis apellidos las sombras que lo habitan.
Recorro los apellidos del primer vagón,
sus caras me resultan familiares.
Los apellidos del resto de vagones
son tripulación antigua,
siluetas viajando tiempo adentro,
repicando genéricos tambores
con las traviesas de cualquier vía muerta,
clamando nombres que por compasión recuerdo.
Como si yo fuera la semilla de mi árbol genealógico,
o mi mano, que siembra mi esqueje en el páramo,
pudiera accionar un aleatorio cambio de agujas.
En determinadas estaciones se bajan las larvas de vaho 
que viajaron sin billete congeladas en las ventanas.
El frío se hace entonces soportable.

Una sola boya como el faro visible de un iceberg.
Otra boya como la cruz ganada a la muerte en los cementerios.
Otra más como la diadema de crisantemos
coronando la ola proclamada tumba.
O la de un nombre sobre un montón de huesos 
apellidados Hueso,
no son suficientes.
No son suficientes todas las boyas para balizar la ajada red
donde se nos fueron olvidando los apellidos.
A pesar de las flores y de las fotografías
guardadas en los cajones más lúgubres,
los trenes siguen cayendo al mar.
Los vagones remotos, de balbuceante tripulación,  
de familiares propios y comunes,
horadan la línea del horizonte que cruza nuestra quiromancia
a la velocidad de túneles acantilados,
transitando los cilindros de papel maché
que modelaron los inagotables calendarios.

En medio del constante ciclo evaporación-precipitación
hay una estación. Un bosque de paraguas que florece
a oscuras en otoño y caduca a oscuras en primavera.
En esa estación negra colisionan los trenes 
que se evaporan con los que se precipitan,
provocando indelebles salpicaduras,
gotitas que viajaban sin billete y deben bajar del tren.
Esa onda expansiva nos barniza y nos bautiza
con la toxina secular de los apellidos.
Nos hace depositarios de su arcaico testimonio.
Penetra, sudor adentro, y nos hace reconocer
el sabor de la tierra mucho antes de morir.
Y nos hace saber nadar contra el agua y odiar contra el amor.
Y comer contra el hambre y morir contra la muerte.
Esta herencia nos extravía los apellidos y el nombre propio,
nos convierte en gota sin billete que ha de bajar del tren.
En nombre tan común que nos volvemos a llamar Túnel.
Túnel, desde el principio hasta el final del túnel,
entre el prefijo y el sufijo de un estado 
que entiende el parricidio como muerte natural.


Martín de la Torre


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