Nunca veremos la campana,
ni el impulso que la hace sonar.
Nunca tendremos el corazón en la mano.
Aunque nuestra sangre acaricie sus latidos,
solo tendremos la cuerda que lo hace latir
y el trágico olvido a la hora de tocarla.
Cuando estamos despiertos,
un reloj de cuerda se basta,
por memoria o por inercia,
para tañer las horas en punto
y evitar que el tiempo caiga en silencio,
propagándonos incalculables desiertos.
Cuando estamos dormidos,
supliremos al reloj en su labor de campanero.
Nosotros tomaremos la rienda.
Tañeremos el latido que da las horas.
La cuerda tiene forma de pestaña
caída al sueño a través de la pupila.
Pestaña que llevaremos prendida a la mano
durante el hermético sendero onírico.
¡Dong!¿Oyes la campana? Es el corazón.
Tardará una hora en volver a latir.
Si un corazón late setenta y dos veces en un minuto,
en el mundo de los sueños,
ese minuto equivale a tres días, a setenta y dos horas.
Y dos horas equivalen a un año.
Y durante una noche
habremos viajado cuatro años
dentro de la cámara secreta de los sueños,
del acristalado zepelín que surca el éter,
traspapelando las estrazas del tiempo y del espacio.
Recuerda no olvidar ningún latido. Recuerda además,
repiquetear la campana en el fotograma exacto,
donde los ojos se reincorporan al alba,
donde la vigilia agrieta los espejismos
y el sol los abrasa hasta el olvido.
Si al despertar el recuento de latidos
no coincide con el repique de campanas,
no volverás a despertar.
Yo supe de esta regla, hasta ahora no escrita,
mucho después de haberla infringido.
En dos mil uno pasé una semana en Londres.
El primer día, sentado en el cementerio de Nunhead,
decidí jugar a enamorarme.
Caminar cien pasos y girarme noventa grados,
por ejemplo, a la izquierda.
Eso hice. Caminé, paré y me giré noventa grados.
Allí estaba. Una tumba. Su tumba.
Muerta en 1872. Claudine Dunne.
Me senté a sus pies, en la piedra helada,
sumido bajo la verde humedad
que allí todo lo impregna.
Enterrado en la niebla.
A un abrazo de su cuerpo,
a un beso de su voz,
a una lágrima de sus ojos.
La imagine inclinándose a tomar unas moras de la morera.
La imaginé sonriendo al devolverme la mirada.
Imaginé el roce de una piel blanca y suave
como la primera nube de algodón
que copió la lluvia para modelar
el vapor de los altos yacimientos del agua.
Palpándome como si mi mano fuese una rama vieja
y su caricia fuese la hojarasca lunar,
la dactilar niebla posada en mi madera.

Cementerio de Nunhead, Londres.
Volví al hotel.
Esa misma noche salté el quicio de los ojos.
En su busca deslindé los márgenes oníricos.
Necesitaba una sola cosa, soñar el lugar equidistante,
el sueño como paréntesis, como estrato intermedio,
donde no existen ni mi vida ni su muerte.
Yo bajaría por la cuerda y ella la subiría,
nos encontraríamos en el sueño.
Concebí para ella, dentro de esa quimera,
un diáfano palacio, un diáfano diamante
donde percibir y acumular la plenitud de sus reflejos
como brillantes frutos bendecidos por el tiempo.
Solo debía encontrarla, hallar su dirección en el infinito
callejero sin topografiar que es el sueño.
La segunda noche.
Después de cuatro años
(ocho horas y cuarenta mil latidos en el mundo real)
como un fantasma, invisible a sus ojos,
vagué junto a ella por el camino imaginario
y paralelo al camino de su vida.
De súbito lo entendí. Ella nunca me vería.
En los sueños solo soñamos el pasado.
Yo podría verla cada noche pero ella a mi jamás.
No perdí la esperanza.
Abrí las ventanas del diáfano diamante
y por cada bisel tallado fueron entrando sus reflejos.
Su vida empapelaba el interior de mi palacio.
Constantemente presente, pero inadvertido,
fui testigo de su tierna y comedida vitalidad,
de cuando dejó su pueblo, Sudbury,
para trabajar en una fábrica
del barrio londinense de Kensington.
Sin acertar a saber en qué año o en qué lugar,
mi zepelín sobrevolaba su biografía
acumulando películas, álbumes fotográficos.
Material recordatorio, útil, pero insuficiente
para cuatro de los cinco sentidos.
Escaso para el más importante: el sentido de mi vida.
La tercera noche no la vi.
Una oscura bruma me impedía ver
más allá de la iconografía cotidiana:
el trabajo, la casa, el amigo que perdí en la infancia,
una anécdota televisiva o el suceso traumático del día.
Más que disfrutar de ocho horas de sueño
sentí haber perdido cuatro años de vida.
La cuarta noche casi no la veo.
Sobrevolé los lugares habituales.
Al final, unos segundos antes de despertar, la vi.
Ausente, pálida, desvanecida, consumida
por la tuberculosis, postrada en una cama
del hospital de San Bartolomé, en Smithfield.
La besé y de sus labios una flor de pascual,
dos pétalos de sangre como dos uvas fulgurantes
hechas vino al instante en la comisura de mis labios.
La besé otra vez y justo antes de alcanzar
los ojos de la vigilia agarrado a la cuerda, mi pestaña,
me pareció, desde las postrimerías ya del sueño,
que Claudine por primera vez me sentía.

Hospital de San Bartolomé. Smithfield. Londres.
La quinta noche.
Estaba muy enfermo. Había pasado muy mal día.
Una terrible jaqueca me impedía pensar.
Una terrible jaqueca me impedía pensar.
No podía levantarme de la cama del hotel
ni siquiera para ir al baño.
Deseé el momento, la hora de dormir a su lado.
Llegó la noche y caí a un sueño irreconocible.
Gotitas de rocío cristalizadas cubrían mi cuerpo
ensangrentado.
Mortalmente bautizado por los añicos del sol,
mi piel era corteza de un tronco seco
bajo un atardecer resquebrajado,
mi cadáver era el lecho de un bosque asesinado en otoño.
Después de tantos intentos,
de tanto golpear el interior de la cámara de los sueños,
de rasgar con uñas y dientes la divisoria membrana del
zepelín,
de tallar inútilmente puertas y ventanas,
claraboyas por donde unirme a su cuerpo,
de querer pulverizar este recinto sepia amurallado.
Después de tantos intentos,
bastaba morir para implosionar el corazón,
bastaba dormir dentro de él para poder habitarlo,
bastaba liberar al corazón de su condena a latir.
La sexta noche nos amamos.
Luego dormimos y nos amamos.
Despertamos, vivimos y nos amamos.
Vendimiamos el exceso,
embriagados por salvajes pasiones,
perdimos el desequilibrio y hallamos la serenidad.
Recorrimos el mundo de los sueños,
viajamos de Inglaterra a Australia,
de Chile a la Unión Soviética,
de Prusia al Zaire, de Bizancio a Chichén Itzá.
Dormimos en las arenas del Ártico, en las nieves
del Sahara y sobre el ala de un Boeing 747.
No sentíamos el frío, ni el miedo, ni el dolor,
solo sentíamos el amor desbordado en las venas
y la emoción por descubrir la extensa geografía
del mundo de los muertos y del sueño eterno.
La séptima noche.
Acompañé a Claudine hasta su tumba,
necesitaba dormir arropada en su cadáver,
descansar durante al menos una eternidad.
Cuando su espíritu atravesó el sepulcro
me tumbé agotado sobre la lápida
y asumí que jamás la volvería a acariciar.
Era mi última noche en Londres.
Estaba exhausto y tenía un frío espantoso,
también yo necesitaba dormir arropado,
encontrar mi cuerpo
para salir de este sueño convertido en pesadilla,
pero ¿por dónde empezar a buscar?,
¿cómo atravesar los estratos que llevan a mi cadáver?
Debe existir un ascensor en algún cementerio,
o una grieta en la profundidad de algún nicho,
o una fábrica dentro de algún sueño,
donde fabriquen la llave maestra
que abra las pupilas caídas al pozo,
y me hagan ver a qué cuenca rodaron mis ojos.
Debe existir una costura,
que una el omnipresente estrato de la muerte
con el infinito estrato del sueño,
y otra, que una ambas a la vida.
Y en esa cicatriz, una gota de sangre, como un globo rojo,
ascendiendo, de limbo en limbo, hasta la salida.
Quizá deba soñar que trepo la pestaña
y broto como raíz, por ejemplo, de ciprés
para reencarnarme en mi cadáver.
O soñar ser alma que el viento reincorpora
como el escudo perdido que vuelve a su bandera.
Pero como los muertos no sueñan
sino es a través de quien los rememora,
debes saber, tú que me lees,
que esta noche tus sueños me darán sepultura.
Martín de la Torre
que esta noche tus sueños me darán sepultura.
Martín de la Torre
Me ha emocionado muchisimo esta historia. Hacia tiempo que no leía nada tan bonito.
ResponderEliminarEncantado de que te haya emocionado. Nunhead, más que un cementerio parece un bosque. Era curioso ver por allí a la gente mayor con una cestita recogiendo frutos rojos, frutas del bosque. Saludos.
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