sábado, 27 de diciembre de 2014

Consejos y andanzas de un filántropo quiromante. 2ª mano.

Un hombre sin oficio ni beneficio,
que se quería comer el mundo
pero que en verdad era un bala perdida, 
me preguntó el domingo 
en el mercadillo de la Plaza del Museo,
por una tarea que aún no tuviera oficio,
que él, según dijo, la profesaría sin sacrificio.

Qué astrólogo investiga el ronroneo
de la colonia de siameses de la Luna.
Qué orfebre encaja todas las piezas
de hojarasca en el puzzle del otoño.
Qué pescadería regala titánico perejil 
por la compra de huérfanos icebergs.
Qué jabonero vende al peso pompas
de jabón con PH neutro en una guerra.
Qué afilador afila las pestañas
para que teman brotar las lágrimas.
Qué barrendero acarrea todas las erres  
de las aceras para el popurrí del grillo.

Qué ganadero alimenta sus hectáreas
carnívoras con fosas comunes.
Qué astillero limpia los cascos sanguinolentos
de los bueyes arrastreros de las mareas.
Qué acomodador recoge los bostezos
para más tarde comulgar a los insomnes.
Qué carpintero vende el serrín de un Luis XV
como polvo de talco en estado rococó.
Qué micólogo vende las branquias de amanita
que nos sumergen en el mar de la locura.
Qué historiador analiza el apoyo explícito dado
por la luna a los EEUU durante la guerra fría.

Qué floristería vende el dos por tiesto de manos
donde florecen más uñas que caricias.
Qué golfista cuelga en el pentagrama
la corchea de su triunfo más sonado.
Qué esteticista nos ofrece la opción de ser negro
al transplantar los órganos a nuestra sombra.
Qué editorial regala estacas, ristras de ajos y ofrece
una recompensa por la cabeza de ese tal Anónimo.
Qué psiquiatra corre de noche por el entarimado
para que al crujir nos aterren las dilataciones.
Qué galeno diagnostica anualmente a Juno
primavera con un principio de verano.

Me pidió por escrito estos supuestos nichos de mercado,
y claro, yo, como quiromante, le desleí la mano.

(Cliente atendido en el mercadillo de la Plaza del Museo de Sevilla,
a media mañana, el pasado domingo 21 de diciembre)


Martín de la Torre

sábado, 20 de diciembre de 2014

Consejos y andanzas de un filántropo quiromante. 1ª mano.


Semanalmente, además de los escritos que pueda subir al blog,
irán apareciendo los consejos que desde mi quiromántico escritorio
voy dando a lo largo y ancho de mis extravagantes andanzas.

Un hombre sin oficio ni beneficio,
que se quería comer el mundo
pero que en verdad era pan perdido,
me preguntó el martes en Coria, pobretico,
por una tarea que aún no tuviera oficio,
que él, según dijo, la profesaría sin sacrificio.

Qué constructora incluye como superficie
los m2 reflejados en los espejos y azulejos.
Qué zapatería costea la investigación genética
para incorporarnos ciertos rasgos del ciempiés.
Qué cementerio dispone de nichos infinitamente
largos para el sueño eterno de sus clientes.
Qué lingüista ordena por fin alfabéticamente
los números: billón, catorce, cero…
Qué estomatólogo hurga en la cicatriz
cada vez que se falla un terremoto.
Qué cocinero lamina columnas jónicas
para el clásico revuelto de champiñones.

Qué novio promete a la novia
amor eterno con una sortija de pan.
Qué frutería vende las nueces
que los dentistas elaboran en los conventos.
Qué asilo ampara a los ancianos canosos
de ser albinos cuando se llenan los silos.
Qué repostero usa balines de sésamo
para las piezas de canela y almendra.
Qué soplador de vidrio vende el único
autorretrato cristalizado de un atardecer.
Qué leñador tala las niñas pelirrojas
que en octubre juegan a ser hayedo.

Qué fontanero vende PVC de elefante
a los monarcas que padecen la gota.
Qué psicólogo libera a los rayos solares
de su obsesión a ultranza por las violetas.
Qué cartero recoge las botellas vacías
de los mensajes que leyeron los delfines.
Qué peluquería vende el eneldo
para la salsa del salmón noruego.
Qué esquilador vende la nata a las hilanderas,
los balidos al lechero y la leche a los corderos.
Qué camarero lee los posos del café
de Richter para prevenir un terremoto.

Me pidió por escrito estos supuestos nichos de mercado,
y claro, yo, como quiromante, le desleí la mano.

(Cliente atendido en el mercadillo de Coria del río, Sevilla,
a media mañana, el pasado martes 16 de diciembre)


Martín de la Torre



domingo, 14 de diciembre de 2014

Céfiros y espejismos


Los céfiros son los ácaros del viento.
Los espejismos son los ácaros de la imaginación.

El céfiro es ácaro hueco que mudó la piel.
Pariente del ácaro del polvo,
los céfiros son lo que las gotas para la lluvia
o las estrellas para el firmamento,
animales corporativos de otro mayor:
el viento.
Los céfiros son glóbulos de respiración vieja,
alimentación omnívora
y oficio ruinoso.
Su pasatiempo es vestigio de olvido.

El céfiro, por su naturaleza huera, se satura de ruina.
Dentro de cada céfiro pueden viajar,
aleatoriamente,
pólenes de metralla,
microscópicos climas continentales,
pequeñas oscuridades algo fóbicas a la luz,
sistemas económicos y sus instrumentos financieros,
insectos incendiados nulos de pleno derecho,
escamas vivas de la piel de un cadáver o de todos a la vez.

El céfiro, como ser omnívoro,
roe las columnas que sostienen el horizonte.
Por marzo roe las columnas del invierno.
Por septiembre las columnas del verano.
Su estela es de postguerra.
Puso huevos en Belchite, Nuremberg y Nueva Orleans.
Hace escala para cobrarse los estertores
hacinados entre la depresión y el suicidio.
Ensucia las palabras de una conversación
y hace sudar horribles axilas al viento.
Necesita siempre, al contrario que los ácaros del polvo,
más frío y más sufrimiento y más calor y más sufrimiento.

El céfiro es fruto de una peonza secreta que no deja de girar
y que sin duda mueve el universo.
Esa peonza puede estar a un metro
o a un metro de la extinción,
en el cajón de los cubiertos de la casa de tus padres
o en el cajón de los cubiertos de la casa de tus padres de Plutón.
Puede ser visible o camuflarse en otro cuerpo.
Esa peonza mueve el viento, los ácaros, la destrucción,
exilia la nada del hemisferio este al hemisferio cerebral,
vacía el caracol y deja espiral y poniente sin concha.
avienta la crisálida y deja intención de larva.
Porque el céfiro es ruinoso alimento de la gravedad.

Entonces, los hombres buenos,
hablan a los pájaros de lo innecesario de sortear
la esquinas que ya no incrustan el aire,
hablan a las semillas, traumatizadas por el cemento,
de lo necesario de volver a brotar,
le suenan los mocos a los ríos
para que la respiración del agua resucite a los peces.
Y se hablan entre ellos,
se sientan los hombres buenos
en los paisajes devastados por el céfiro,
en los cimientos de ferralla transparente y frágil espejismo
e imaginan cada píxel,
cada grano de cristalina arena
que ha de levantar la ciudad perfecta.

Porque el espejismo es ácaro bueno.
Pariente del ácaro del viento,
los espejismos son
lo que los céfiros para el viento,
lo que las gotas para la lluvia
o las estrellas para el firmamento,
animales corporativos de otro mayor:
la imaginación.
Los espejismos son de respiración súbita,
alimentación lumínica y oficio soñador.

La imaginación comienza por el tejado
como una catarata,
como la trama de una falda que urde la rodilla,
como una gota de agua que tose ladrillos horneados al aire,
como una necrópolis que es rascacielos sin sótano.
Pero, y si conformado el espejismo capital,
una golondrina, con sus reales alas y su pico corto,
anida bajo el alero de uno de los pisos del espejismo,
y si un helicóptero aterriza en el helipuerto
del hotel de cinco estrellas
y sus hélices son la peonza 
y otra vez el mismo firmamento
y la misma lluvia y los mismos ácaros
siendo céfiros para la imaginación.
Y los espejismos siendo la utopía de siempre.
No. 
La ruina no volverá a besar el carmín de nuestra bandera. 


Martín de la Torre

Belchite tras la plaga de céfiros.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

La joven de Nunhead



Nunca veremos la campana,
ni el impulso que la hace sonar.
Nunca tendremos el corazón en la mano.
Aunque nuestra sangre acaricie sus latidos,
solo tendremos la cuerda que lo hace latir
y el trágico olvido a la hora de tocarla.

Cuando estamos despiertos,
un reloj de cuerda se basta,
por memoria o por inercia,
para tañer las horas en punto
y evitar que el tiempo caiga en silencio,
propagándonos incalculables desiertos.
Cuando estamos dormidos,
supliremos al reloj en su labor de campanero.
Nosotros tomaremos la rienda.
Tañeremos el latido que da las horas.
La cuerda tiene forma de pestaña
caída al sueño a través de la pupila.
Pestaña que llevaremos prendida a la mano
durante el hermético sendero onírico.

¡Dong!¿Oyes la campana? Es el corazón.
Tardará una hora en volver a latir.
Si un corazón late setenta y dos veces en un minuto,
en el mundo de los sueños,
ese minuto equivale a tres días, a setenta y dos horas.
Y dos horas equivalen a un año.
Y durante una noche
habremos viajado cuatro años
dentro de la cámara secreta de los sueños,
del acristalado zepelín que surca el éter,
traspapelando las estrazas del tiempo y del espacio.

Recuerda no olvidar ningún latido. Recuerda además,
repiquetear la campana en el fotograma exacto,
donde los ojos se reincorporan al alba,
donde la vigilia agrieta los espejismos
y el sol los abrasa hasta el olvido.
Si al despertar el recuento de latidos
no coincide con el repique de campanas,
no volverás a despertar.
Yo supe de esta regla, hasta ahora no escrita,
mucho después de haberla infringido.

En dos mil uno pasé una semana en Londres.
El primer día, sentado en el cementerio de Nunhead,
decidí jugar a enamorarme.
Caminar cien pasos y girarme noventa grados,
por ejemplo, a la izquierda.
Eso hice. Caminé, paré y me giré noventa grados.
Allí estaba. Una tumba. Su tumba.
Muerta en 1872. Claudine Dunne.
Me senté a sus pies, en la piedra helada,
sumido bajo la verde humedad
que allí todo lo impregna.
Enterrado en la niebla.
A un abrazo de su cuerpo,
a un beso de su voz,
a una lágrima de sus ojos.
La imagine inclinándose a tomar unas moras de la morera.
La imaginé sonriendo al devolverme la mirada.
Imaginé el roce de una piel blanca y suave
como la primera nube de algodón
que copió la lluvia para modelar
el vapor de los altos yacimientos del agua.
Palpándome como si mi mano fuese una rama vieja
y su caricia fuese la hojarasca lunar,
la dactilar niebla posada en mi madera.

 
                                                       Cementerio de Nunhead, Londres.

Volví al hotel.
Esa misma noche salté el quicio de los ojos.
En su busca deslindé los márgenes oníricos.
Necesitaba una sola cosa, soñar el lugar equidistante,
el sueño como paréntesis, como estrato intermedio,
donde no existen ni mi vida ni su muerte.
Yo bajaría por la cuerda y ella la subiría,
nos encontraríamos en el sueño.
Concebí para ella, dentro de esa quimera,
un diáfano palacio, un diáfano diamante
donde percibir y acumular la plenitud de sus reflejos
como brillantes frutos bendecidos por el tiempo.
Solo debía encontrarla, hallar su dirección en el infinito
callejero sin topografiar que es el sueño.

La segunda noche.
Después de cuatro años
(ocho horas y cuarenta mil latidos en el mundo real)
como un fantasma, invisible a sus ojos,
vagué junto a ella por el camino imaginario
y paralelo al camino de su vida.
De súbito lo entendí. Ella nunca me vería.
En los sueños solo soñamos el pasado.
Yo podría verla cada noche pero ella a mi jamás.
No perdí la esperanza.
Abrí las ventanas del diáfano diamante
y por cada bisel tallado fueron entrando sus reflejos.
Su vida empapelaba el interior de mi palacio.
Constantemente presente, pero inadvertido,
fui testigo de su tierna y comedida vitalidad,
de cuando dejó su pueblo, Sudbury,
para trabajar en una fábrica
del barrio londinense de Kensington.
Sin acertar a saber en qué año o en qué lugar,
mi zepelín sobrevolaba su biografía
acumulando películas, álbumes fotográficos.
Material recordatorio, útil, pero insuficiente
para cuatro de los cinco sentidos.
Escaso para el más importante: el sentido de mi vida.

La tercera noche no la vi.
Una oscura bruma me impedía ver
más allá de la iconografía cotidiana:
el trabajo, la casa, el amigo que perdí en la infancia,
una anécdota televisiva o el suceso traumático del día.
Más que disfrutar de ocho horas de sueño
sentí haber perdido cuatro años de vida.

La cuarta noche casi no la veo.
Sobrevolé los lugares habituales.
Al final, unos segundos antes de despertar, la vi.
Ausente, pálida, desvanecida, consumida
por la tuberculosis, postrada en una cama
del hospital de San Bartolomé, en Smithfield.
La besé y de sus labios una flor de pascual,
dos pétalos de sangre como dos uvas fulgurantes
hechas vino al instante en la comisura de mis labios.
La besé otra vez y justo antes de alcanzar
los ojos de la vigilia agarrado a la cuerda, mi pestaña,
me pareció, desde las postrimerías ya del sueño,
que Claudine por primera vez me sentía.



                               Hospital de San Bartolomé. Smithfield. Londres.

La quinta noche.
Estaba muy enfermo. Había pasado muy mal día.
Una terrible jaqueca me impedía pensar.
No podía levantarme de la cama del hotel
ni siquiera para ir al baño.
Deseé el momento, la hora de dormir a su lado.
Llegó la noche y caí a un sueño irreconocible.
Gotitas de rocío cristalizadas cubrían mi cuerpo ensangrentado.
Mortalmente bautizado por los añicos del sol,
mi piel era corteza de un tronco seco
bajo un atardecer resquebrajado,
mi cadáver era el lecho de un bosque asesinado en otoño.
Después de tantos intentos,
de tanto golpear el interior de la cámara de los sueños,
de rasgar con uñas y dientes la divisoria membrana del zepelín,
de tallar inútilmente puertas y ventanas,
claraboyas por donde unirme a su cuerpo,
de querer pulverizar este recinto sepia amurallado.
Después de tantos intentos,
bastaba morir para implosionar el corazón,
bastaba dormir dentro de él para poder habitarlo,
bastaba liberar al corazón de su condena a latir.

La sexta noche nos amamos.
Luego dormimos y nos amamos.
Despertamos, vivimos y nos amamos.
Vendimiamos el exceso,
embriagados por salvajes pasiones,
perdimos el desequilibrio y hallamos la serenidad.
Recorrimos el mundo de los sueños,
viajamos de Inglaterra a Australia,
de Chile a la Unión Soviética,
de Prusia al Zaire, de Bizancio a Chichén Itzá.
Dormimos en las arenas del Ártico, en las nieves
del Sahara y sobre el ala de un Boeing 747.
No sentíamos el frío, ni el miedo, ni el dolor,
solo sentíamos el amor desbordado en las venas
y la emoción por descubrir la extensa geografía
del mundo de los muertos y del sueño eterno.

La séptima noche.
Acompañé a Claudine hasta su tumba,
necesitaba dormir arropada en su cadáver,
descansar durante al menos una eternidad. 
Cuando su espíritu atravesó el sepulcro
me tumbé agotado sobre la lápida
y asumí que jamás la volvería a acariciar.
Era mi última noche en Londres.
Estaba exhausto y tenía un frío espantoso,
también yo necesitaba dormir arropado,
encontrar mi cuerpo
para salir de este sueño convertido en pesadilla,
pero ¿por dónde empezar a buscar?,
¿cómo atravesar los estratos que llevan a mi cadáver?

Debe existir un ascensor en algún cementerio,
o una grieta en la profundidad de algún nicho,
o una fábrica dentro de algún sueño,
donde fabriquen la llave maestra
que abra las pupilas caídas al pozo,
y me hagan ver a qué cuenca rodaron mis ojos.
Debe existir una costura,
que una el omnipresente estrato de la muerte  
con el infinito estrato del sueño,
y otra, que una ambas a la vida.
Y en esa cicatriz, una gota de sangre, como un globo rojo,
ascendiendo, de limbo en limbo, hasta la salida.
Quizá deba soñar que trepo la pestaña
y broto como raíz, por ejemplo, de ciprés
para reencarnarme en mi cadáver.
O soñar ser alma que el viento reincorpora
como el escudo perdido que vuelve a su bandera.
Pero como los muertos no sueñan
sino es a través de quien los rememora,
debes saber, tú que me lees,
que esta noche tus sueños me darán sepultura.


Martín de la Torre