viernes, 21 de noviembre de 2014

Los Amadeos y los Pastaspelás




              Momento de la detención de Emilio Izquierdo.

Hoy se cumplen ocho mil ochocientos veinte días de la masacre de Puerto Hurraco. Como cualquier día es bueno para recordar a las nueve víctimas mortales de aquella aciaga tarde de agosto de mil novecientos noventa en que, dos de los “Pastaspelás”, apelativo de los Izquierdo, dijeron “salir a cazar tórtolas” y acabaron cazando Cabanillas, quiero traer a la memoria otro acontecimiento. Un suceso con el que, años más tarde, cuando se cumplía el décimo aniversario de la tragedia, se intentó atenuar el dolor, maquillar la deteriorada imagen del pueblo coloreando la fotografía en blanco y negro de uno de los episodios más lúgubres de nuestra España negra, para que, el nombre de esta bonita aldea pacense no pasara a la posteridad únicamente como sinónimo de tragedia. Este hecho, inadvertido para la mayoría, merece ser contado.

El puente de los candados.
El puente de los enamorados.
Visite el pueblo del amor.
Visite Puerto Hurraco.

Publicitaba una valla de la carretera de Zalamea de la Serena a la altura, precisamente, de otro puente menos glamuroso que también cruza el arroyo del Chorrillo.
El puente de los candados fue un proyecto ideado como reclamo turístico por el concejal de turismo de Benquerencia, municipio al que pertenece la pedanía de Puerto Hurraco. Concebido tan pronto como se supo de la inminente unión en matrimonio de un Izquierdo y una joven de la familia Cabanillas, conocidos como los “Amadeos”. Esa boda, pensaron, sería el punto de inflexión definitivo para restituir el buen nombre de la localidad. Ese feliz evento dio inicio a la extravagante costumbre de colocar candados en el puente sobre el arroyo del Chorrillo, el denominado "puente de los enamorados".

Valla publicitaria en 2002, meses antes de su retirada.

Al poco tiempo de que los tortolitos de ambas familias tirasen la primera llave, la carnicería, la charcutería, la pescadería, la panadería y, prácticamente, todos los comercios de la aldea y de Benquerencia, excepto los bares y restaurantes,
habían cambiado de actividad y pasado a otra relacionada con el mundo del candado.
Las ferreterías solo vendían candados con dos llaves (estaba feo entregar tres copias).
Los herreros destrababan los travesaños del puente antes del catorce de febrero, día de san Valentín. Pero era tal la afluencia de jóvenes parejas que terminaron liberando el puente a finales de cada mes. El servicio de limpieza llevaba el metal a la fundición, donde el maestro panadero, un Izquierdo, convertiría los candados en un gigantesco candado, con las piezas y el detalle de uno normal, pero digno del libro Guinness de los récords. Este monumento, en homenaje al amor, daría la bienvenida en la glorieta de entrada y sellaría para siempre el funesto pasado de Puerto Hurraco.


Nadie pensó en el destino de las llaves, en la paciencia del lecho del arroyo. Nadie previó la solución para el sinuoso maremágnum de llaves que, como un ancla henchida, asomaba casi los brazos buscando a ciegas la cerradura en la superficie del riachuelo.Una calurosa noche de verano las aguas sucumbieron y dejaron al descubierto miles de llaves. 
Pedro, hijo del panadero-fundidor, pasaba aquella noche por el puente cuando se percató del repentino estiaje del arroyo. Avisó al hermano y entre los dos recogieron todas las llaves, hundiendo las manos y extrayendo incluso las enterradas bajo varios palmos de fango. Cargaron el sucio y pesadísimo juego de llaves en el remolque del padre y las llevaron a la fundición. Pedro convenció al hermano para trabajar juntos en la extraordinaria broma que se le había ocurrido. Sería la broma del año. Deseaba mofarse de las parejitas que iban a acudir al estreno de la escultura. La gracia consistiría en fabricar una gran llave, usando el metal fundido de todas las llaves, que abriera el mega-candado. Tomaron medidas de la boca de la cerradura, hicieron un molde a partir de una llave gigante, que el hermano modeló en arcilla, y esperaron a la víspera de la inauguración para probarla en el candado.


De madrugada, los hermanos Izquierdo, Pedro y Martín, llevaron a cabo la proeza, se colaron bajo el plástico que cubría el mazacote metálico y haciendo palanca en la peana levantaron la llave hasta introducirla en la cerradura del candado. Una vez dentro, bingo, giró tan suavemente que no se lo podían creer, pero, lo que definitivamente les dejó atónitos, fue que el grillete se desplazó y se abrió el candado. Un hediondo bostezo surgió de la profundidad del pozo metálico acompañado de un estremecedor graznido. De repente, cientos, qué digo, miles de tórtolas volaron desde el interior del candado surcando la noche sin luna. 
Los hermanos echaron mano de las escopetas de postas que siempre llevan en el remolque, pero cuando se disponían a disparar observaron que de las aves se desprendía una fina estela, un polvo ceniciento que dolía en los ojos, en la piel y en los oídos. La escultura era una chimenea y las aves, las pavesas de los miles de Cupidos muertos y encerrados en los míseros candados. Aquellos pájaros de cristal se desintegraban con el inevitable aleteo. Apenas un centenar de tórtolas alcanzaron el puente antes de convertirse en humo, antes de cubrirlo todo con una densa harina gris que el último aleteo dispersó discretamente hacia el cauce seco del arroyo. No quedó rastro alguno del inconcebible y repugnante lienzo que, aquella madrugada, el terror había esbozado a carboncillo con las cenizas del amor.
Los hermanos, aterrorizados, corrieron campo a través hasta la casa familiar.


El sábado, 16 de febrero de 2002, los primeros vecinos en llegar a la glorieta se quedaron estupefactos al contemplar la horrible estructura: ¡Qué horror, Dios mío! ¡Ay Virgen María Purísima! ¡Qué cosa más fea de estatua! Los allí presentes tuvieron que cubrirse la cara. El fétido olor que desprendía el malogrado candado era irrespirable. Todos reprendieron, ferozmente y con razón, al panadero-fundidor. Nuestro padre se encontraba en estado de shock. La dantesca imagen no podía ser más contraria a la imagen amorosa y cordial que pretendía ofrecer con su monumento a los visitantes.
Por cierto, preguntó el alcalde, consternado, al concejal de turismo: ¿Dónde se han metido todos los turistas que iban a venir, con sus reservas de hotel y las mesas reservadas en los restaurantes?
Un candado mucho mayor que éste metálico -contestaba el concejal pensando en voz alta-, orbita la aldea desde la masacre. Un candado inalcanzable, como un anillo de Saturno. Una aureola negra, como la de un cupido muerto, sobrevuela nuestro cielo. O quizá sea el particular y doloroso garrote vil que nos sujeta el nudo del sambenito al cuello. ¿No lo ve, señor alcalde?, no ha venido nadie porque el candado del amor está abierto, el amor ha huido y no tienen nada que celebrar. 
Aunque, puede que el amor muriera al ser encerrado en el candado, que es una jaula -seguía con su exposición el concejal de turismo-. Los pájaros, para ser pájaros, deben volar, sino se convierten en avestruces o en pingüinos. Imagínese el amor, el animal más salvaje conocido, encerrado en el objeto privativo de libertad que es el candado. No sé, no sé, señor alcalde, si esto del puente de los candados fue una buena idea.

Tuvimos que marcharnos del pueblo. Mi padre compró una panadería en Castuera y allí nos mudamos. 
Mi hermano Pedro, finalizados los estudios de derecho, comenzó a trabajar en el mejor bufete de abogados de Badajoz, especializándose en separaciones matrimoniales. Yo abrí un obrador en el local anexo a la panadería. Confitería donde se sirven los mejores dulces de la provincia. En cierto modo, nunca dejé de fabricar llaves, ahora elaboro las más famosas "llavecitas de Castuera" con la mejor materia prima: harina integral de trigo, vino Pedro Ximénez, aceite de oliva virgen extra, miel ecológica de la sierra de Montánchez, limón, matalahúva y el principal ingrediente, mucho amor. Demasiado amor. El necesario para soltar el nudo de la garganta, el garrote que nos atenaza a los bautizados en Puerto Hurraco.


                    Cuatro juegos de "llavecitas de Castuera".


Martín de la Torre


viernes, 14 de noviembre de 2014

Nombre y apellidos


Mi nombre es el prefijo de un estado.
Mis apellidos las sombras que lo habitan.
Recorro los apellidos del primer vagón,
sus caras me resultan familiares.
Los apellidos del resto de vagones
son tripulación antigua,
siluetas viajando tiempo adentro,
repicando genéricos tambores
con las traviesas de cualquier vía muerta,
clamando nombres que por compasión recuerdo.
Como si yo fuera la semilla de mi árbol genealógico,
o mi mano, que siembra mi esqueje en el páramo,
pudiera accionar un aleatorio cambio de agujas.
En determinadas estaciones se bajan las larvas de vaho 
que viajaron sin billete congeladas en las ventanas.
El frío se hace entonces soportable.

Una sola boya como el faro visible de un iceberg.
Otra boya como la cruz ganada a la muerte en los cementerios.
Otra más como la diadema de crisantemos
coronando la ola proclamada tumba.
O la de un nombre sobre un montón de huesos 
apellidados Hueso,
no son suficientes.
No son suficientes todas las boyas para balizar la ajada red
donde se nos fueron olvidando los apellidos.
A pesar de las flores y de las fotografías
guardadas en los cajones más lúgubres,
los trenes siguen cayendo al mar.
Los vagones remotos, de balbuceante tripulación,  
de familiares propios y comunes,
horadan la línea del horizonte que cruza nuestra quiromancia
a la velocidad de túneles acantilados,
transitando los cilindros de papel maché
que modelaron los inagotables calendarios.

En medio del constante ciclo evaporación-precipitación
hay una estación. Un bosque de paraguas que florece
a oscuras en otoño y caduca a oscuras en primavera.
En esa estación negra colisionan los trenes 
que se evaporan con los que se precipitan,
provocando indelebles salpicaduras,
gotitas que viajaban sin billete y deben bajar del tren.
Esa onda expansiva nos barniza y nos bautiza
con la toxina secular de los apellidos.
Nos hace depositarios de su arcaico testimonio.
Penetra, sudor adentro, y nos hace reconocer
el sabor de la tierra mucho antes de morir.
Y nos hace saber nadar contra el agua y odiar contra el amor.
Y comer contra el hambre y morir contra la muerte.
Esta herencia nos extravía los apellidos y el nombre propio,
nos convierte en gota sin billete que ha de bajar del tren.
En nombre tan común que nos volvemos a llamar Túnel.
Túnel, desde el principio hasta el final del túnel,
entre el prefijo y el sufijo de un estado 
que entiende el parricidio como muerte natural.


Martín de la Torre


domingo, 9 de noviembre de 2014

El dado de las siete caras


El círculo cromático de la tristeza
es un dado gris de siete lados
que no se rompe al caer
porque sus aristas son de cristal líquido.
Como sigilosas cuerdas de funambulista,
las aristas del dado de la tristeza
deben alcanzar los ocho vértices,
las ocho esquinas de su silenciosa geometría
y anudarse a ellas en completa soledad.
Las aristas deben alcanzar su destino
sin despertar a la diosa Fortuna,
que en el interior del dado,
sueña felices combinaciones.
Porque de quedar un ángulo suelto,
¡ay de perderse una arista!
La felicidad inundaría el mundo.
Cosa que nunca ha sucedido.

Los dados de la tristeza,
como todos los dados cúbicos,
son poliedros de seis caras y ocho vértices.
Las caras están numeradas del uno al seis,
de manera que las caras opuestas
siempre suman siete, siendo esa suma
la causante del enigmático séptimo lado
que parte de cada vértice hacia la tristeza.
Este lado era infinito cuando, antiguamente, 
la Tierra era plana y las aristas jamás se volvían a encontrar.
Hoy nos confunden los meridianos y los paralelos,
pero a pesar de la redondez de la Tierra,
las aristas siguen sin encontrarse,
y este lado insaciable continúa sumando horizontes.

Pero un día un óvulo rectangular rodará
y se convertirá en círculo cromático.
El inmenso arco iris nacido de esta unión
abarcará la órbita completa del dado,
desde el pequeño dado que juega con nosotros
al vasto erial de su séptica cara.
Hasta entonces,
la tristeza seguirá siendo
el diámetro gris del círculo cromático,
el plomo que rellena el séptimo lado,
como esos dados falsos que tanto pesan
y suelen prensar el frágil envoltorio del alma.


Martín de la Torre


viernes, 7 de noviembre de 2014

Los globos negros


Te quiero como te puede querer un muerto
   como el niño que se sabe
   el hombre más anciano de la aldea
   porque será el siguiente en morir
   Y porque los ciegos lo agasajan
   con ristras de globos negros

La salvación es el relámpago
   El parpadeo entre un globo negro
       y otro globo negro                           
                                            y  otro  globo  negro
La claqueta previa a la mirada
que insufla el paisaje aerostático
sobre el que volamos a bordo del humo

la salvación es asesinar al paisajista
o en su lugar consumir el helio
que nos hace volar en sueños
           s u e ñ o s    
                                    s u  e   ñ  o  sss hiii  i iii

Duermo
La realidad no existe
un regusto ovalado me recuerda
que un operario frota el interior de los ojos
con un sucio trapo ultravioleta

Más anciano que un muerto
  puedo seguir queriéndote
  agarrado al acento de la atmósfera

 O puedo explotar el globo
    y ser llanura ilimitadamente blanca
    o ser llanura ilimitadamente negra
Desierto de harina ósea donde perdernos en nosotros
   Como el lago retrocedido a sus neveros
   o el carbón rebobinado a la pétrea virginidad

Porque es imposible olvidar el humo
        Un asfixiante dolor a soga
        ondea daguerrotipos en un esqueje

                             Finalizado el parpadeo
                             la guillotina alzó las pestañas 
                             al tiempo que volvía a insuflar los globos 



Martín de la Torre