En el pegamento siempre es verano.
Estampé el sello en la carta y cayó,
como en un lecho de mansos naufragios
la oí chocar contra el papel
de otros barcos a la deriva
en la boya amarilla de Correos.
En el remite: Aquí. En el destino: Allí.
Dentro del sobre una hoja en blanco
con toda una vida por escribir.
Era sábado, y por la tarde
enterré un gorrión dentro de un huevo kinder
en el parque de Alcalá la Real.
Apenas unos huesos amputados al aire
y envueltos en un sudario de plumas.
Una triste sorpresa dentro de un féretro amarillo.
Bajo el sol de pleno agosto envié
un pájaro al pasado y una carta al futuro,
dos pueblos con el código postal del infinito.
Ahora pienso en lo absurdo
de aquellos actos de la infancia,
pero entonces el mundo
era una brújula de incienso,
un filatélico sabor
a jengibre rancio en la lengua
y un vuelo enterrado en las manos.
Aquel domingo del ochenta y tantos
me levanté temprano, me tomé un Cola Cao,
vi un episodio de “Se ha escrito un crimen”
y me olvidé de la correspondencia
y del chamanismo precoz de la EGB.
Me olvidé de dar cuerda a los relojes
y paso el tiempo como la luz de una farola
sobre los maniquíes de un viejo escaparate.
Esta mañana, y casi sin pensarlo,
he devuelto la carta al remitente,
dentro del sobre una hoja en blanco,
las instrucciones de montaje
del pájaro que ahora se posa en las raíces
y relee nuestra correspondencia:
el presagio y el arrepentimiento,
la nada escrita con tinta invisible,
las cartas náuticas de dos ahogados
que en vano ya cruzaron sus destinos.
Martín de la Torre.
Me encanta, maestro quiromante.
ResponderEliminarMe alegra saber de ti, compañera de peripecias, hechicera epistolar y colaboradora de estos cuadernos de bitácora. Precisamente, en estos días de calor y a pesar de mi memoria guadianesca, recordaba el accidentado viaje a Portugal, a la feria de Silves, en aquel sofocante verano de 2015, cuando nuestra camioneta de las maravillas pinchó las seis ruedas al caer a plomo la noche y las estrellas de seis puntas sobre el asfalto, incluyendo la de repuesto, que pinchó el malvado y etéreo colmillo de un diente de león. Recuerdo que tuvimos que comprar, en una tasca sin estrella michelín, un paquete de ocho donettes para sustituir los seis neumáticos, más el de repuesto, comiéndonos a medias el último y enorme donette, hasta que los labios quedaron bañados en caucho. Y es que, aunque ahora puedan parecernos ridículas las dimensiones de aquellos neumáticos, ya se sabe, todo se ve más pequeño desde la distancia, y han pasado ocho años. Por aquella época tendríamos una estatura de 20 o 25 cm., no más.También recuerdo que al día siguiente las ruedas se habían derretido, y las hormigas, con ansia pero con saudade, se zamparon el chocolate sobre el que debíamos regresar en nuestra camioneta. Al final, tú te quedaste con más ganas de chocolate y visitaste la Capilla de los Huesitos de Évora, y yo regresé a España en una caja de zapatos de marypaz la portuguesa. Caja de zapatos que ahora es la VPO en la que vivo, una decimonovena buhardilla decimonónica del distrito diecinueve de la calle París de Andalucía.Un abrazo.
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