I
Sin usar el compás del ecuador
ni la diadema gris del horizonte,
sin plegar la envergadura del cielo
en el bolsillo de un espejo
ni trenzar los destellos de un faro
en el penúltimo rayo de sol,
ensamblo transparencias
y archivo coordenadas.
Sobre el cristal de una ventana
o sobre la turbia pizarra de un parvulario
trazo los ecos perdidos, las ondas
de un nenúfar dormido en el estanque,
la redonda nostalgia de un suspiro
en la boca de una guitarra,
la reverberación de un campanario
abandonado a las cigüeñas,
la nada de la pompa de jabón
que permanece tras la iridiscencia.
Con la estela de un petirrojo
envuelvo una nube al atardecer
y oriento a las aves que tornan de la extinción.
Con la lupa que forman el índice y el pulgar
practico la autopsia al bostezo.
Con el sextante que mide la edad
entre las olas y la luna caída al mar
desconfino a la Tierra
del celeste naufragio de su atmósfera.
II
Es sencillo, más de los que parece.
Es como fabricar una cebolla
con guantes de agua y luz,
como amasar una medusa
hasta la aurora boreal,
como leer las líneas de la mano
en la ortografía de un hormiguero
o acariciar el otoño en las uvas
de la ceguera.
Es como cortar en juliana el arco iris
con una sonata de Mozart
o inventar una vida
sin la opinión de la hojarasca.
Solo es preciso contemplar
desde el interior de la uva,
desde las dos semillas de su diéresis,
la antigüedad.
Dormir al abrigo del tiempo.
Ser la edad escrita con tiza en la frente
del viento y de la lluvia.
III
Lejos del trampantojo azul de las estrellas
la electricidad se posa en las grietas
abiertas por el pulso y los latidos.
Astilladas palomas que vuelven de otro siglo
esparcen la harina que numera el infinito
y las remotas sombras que lo habitan.
Lejos de automatismos rutinarios,
del aceite anegando el corazón,
del nostálgico alfil
o de la miel desenterrada,
las esquinas son girasoles
con fiebre en cada hélice,
los granos de arroz, segundos de mármol
que acarician el tiempo o cualquier otro
monumento funerario, y la identidad
no es más que una losa de cualquier calle
que al pisarla gira y el que va, vuelve,
y quien vuelve es la entrada a un laberinto.
IV
Nací en el año cuándo antes de Cristo,
durante la reencarnación
de un extraño en sangre invisible,
mientras la palabra mano escribía
en la cueva el nombre de cada dedo,
y la térmica voz del alma pronunciaba
en dos sílabas la palabra amor
y en cuatro válvulas las ancestrales
cardiopatías.
Nací mientras la soledad
reposaba sobre el paisaje
como la nieve sobre un cementerio
donde las lápidas fueran las puertas
y las cruces, aldabas.
Nací cuando la herrumbre
aunaba sedimento incandescente
en lámparas de aceite,
y un inmenso animal de ámbar
orinaba esperanza en las plantas de regaliz.
V
Como quien desaparece una noche
y no encuentran siquiera su recuerdo,
con un candil de tiza iluminando
la misma edad en todas las pizarras
seguí a oscuras la luz de algo más oscuro.
En un lugar llamado Dónde,
la nada era el mayor número primo,
solamente un puñado de niebla indivisible
en la que ardían dos lagos.
Porque no eran los ojos
las pupilas de un porcentaje,
sino la mirada pura del sésamo.
Soplar el vidrio era beber la transparencia,
labrar el campo era exhumar la luz,
y nadie conocía la utilidad de las rodillas
porque nadie pacificaba a los membrillos.
No se preconizaban las virtudes
de la otra mentira que es la verdad
porque el único testimonio oral
era el del viento entre las ramas.
VI
Es fácil perderse bajo la tierra.
Oculto en el motor de las lombrices
atravesar a tientas el abismo,
los estratos de olvidos y marasmos,
la alfabética metralla de nombres
y calendarios. Casi inevitable,
cuando las piernas de todas las cosas
ponen en marcha su engranaje
y te cruzan los años aleatorios,
como chispas de un infinito
intrínsecamente desenroscado.
Cumplí cuarenta y al año siguiente
ochenta y dos, y luego diecinueve.
Tuve diez años sin haber nacido
y treinta y tres habiendo muerto.
Pasé décadas como un autómata
y siglos en decúbito supino.
Mañana cumpliré la edad de un muerto.
Tengo toda la vida por delante.
Martín de la Torre