En el pegamento siempre es verano.
Estampé el sello en la carta y cayó,
como en un lecho de mansos naufragios
la oí chocar contra el papel
de otros barcos a la deriva
en la boya amarilla de Correos.
En el remite: Aquí. En el destino: Allí.
Dentro del sobre una hoja en blanco
con toda una vida por escribir.
Era sábado, y por la tarde
enterré un gorrión dentro de un huevo kinder
en el parque de Alcalá la Real.
Apenas unos huesos amputados al aire
y envueltos en un sudario de plumas.
Una triste sorpresa dentro de un féretro amarillo.
Bajo el sol de pleno agosto envié
un pájaro al pasado y una carta al futuro,
dos pueblos con el código postal del infinito.
Ahora pienso en lo absurdo
de aquellos actos de la infancia,
pero entonces el mundo
era una brújula de incienso,
un filatélico sabor
a jengibre rancio en la lengua
y un vuelo enterrado en las manos.
Aquel domingo del ochenta y tantos
me levanté temprano, me tomé un Cola Cao,
vi un episodio de “Se ha escrito un crimen”
y me olvidé de la correspondencia
y del chamanismo precoz de la EGB.
Me olvidé de dar cuerda a los relojes
y paso el tiempo como la luz de una farola
sobre los maniquíes de un viejo escaparate.
Esta mañana, y casi sin pensarlo,
he devuelto la carta al remitente,
dentro del sobre una hoja en blanco,
las instrucciones de montaje
del pájaro que ahora se posa en las raíces
y relee nuestra correspondencia:
el presagio y el arrepentimiento,
la nada escrita con tinta invisible,
las cartas náuticas de dos ahogados
que en vano ya cruzaron sus destinos.
Martín de la Torre.